Ella hablaba de ese modo en que lo hace cuando sabe que el mundo se sostiene sobre un hilo de voz, que hace equilibrio sobre un único pulmón. Mi padre, que sí que estaba dormido, ha tardado lo mismo que yo en reaccionar y descolgar el teléfono. Yo me he callado, y he seguido con el auricular ligeramente apoyado sobre el oído, sosteniendo el aparato con una mano temblorosa. A lo lejos se le oía a él, con una tos crecida, una tos que no le da tregua ni cuando intenta cerrar los ojos para soñar que va a salir de esta, que todo va a ser como antes, que va a guardar en el armario esa boina que tuvo que comprar para que sus ideas, sus ideas de general, no se le congelasen con el frío segoviano… ahora que había perdido el pelo. Ella repetía una y otra vez lo mismo; que él estaba mal, que estaban esperando una ambulancia, que volvían a lo que se ha convertido en los últimos meses en su segunda casa. Esa casa en la que una vez vi a mi ángel de la guarda, a mi hombre del frío... antes de que se fuese a un lugar donde nadie le fuera a buscar. He tenido que colgar, no quería escuchar más. No quería que su tos se convirtiese en el tic tac de un reloj que, por alguna razón a veces corre más rápido que el tiempo, y otras es como si se parase por momentos, como si las cosas malas tuviesen un día de 48 horas.
Tengo miedo… supongo que es inevitable pensar en eso. Cuando todo parece que va mejor… otra llamada. Ella ya no sabe ni cómo llorar, lo puedo notar mientras habla del estado en el que él se encuentra. El otro día me lo volvió a decir en la cocina; que no podía más. Pero yo confío en ella, sé que sí que puede, porque ha demostrado lo que todos veíamos impensable; que tras su aspecto frágil y su vestido de dependencia absoluta hay una mujer fuerte. El ligero peso de un cigarrillo se vuelve plomo sobre su cabeza, sobre la mía… Yo no me puedo concentrar, sin embargo ella, aunque llora, aguanta… Vamos a salir de esta.