“Mira lo pequeño que se ve el mundo” decías cada vez que subíamos aquí, a nuestro rincón, y yo fingía que miraba. En realidad me pasaba los minutos observándote de reojo, sujetándote fuerte de la mano. ¿Sabes? Siempre tuve vértigo; estar contigo significaba volar y tenía miedo de caer en algún error; miedo a dejar de caminar siempre con la cabeza a tu misma altura, orgulloso de tener a mi lado la sonrisa más bonita del mundo. ¡Dios! Sí que se ve pequeño, sí… Es la primera vez que miro al suelo, y el hecho de no tenerte al lado hace que lo vea más pequeño todavía, reducido a la millonésima parte de lo que era entonces, porque mi único mundo has sido tú y ahora es otro quien tiene el mundo entre sus manos.
Es curioso, el corazón me late a la misma velocidad a la que me latía estando contigo… ¿Qué estoy haciendo? No, el infiel no soy yo… o sí… Tengo la sensación de estar tan enamorado de la muerte como lo estuve de la vida. Me apetece besarla con tanta pasión como me apetecía besarte a ti cuando aún no éramos nada. Nado entre recuerdos, y me doy cuenta de que quiero estar tan seco de ellos como lo está de agua el que va a ser testigo en primer plano de mi muerte.
A ver si se van ya los dos ilusos que tengo al lado. No tendrán más de quince años, y se abrazan con tanto ahínco que me dan ganas de decirles que no malgasten sus fuerzas, que cuando llegue el momento de necesitarlas no les quedará ni un resquicio de ellas… como a mí. Las noches que pasamos en vela en la misma cama se las llevaron todas. Todo. Para mí lo eras todo, pero ya veo que para ti sólo llegué a ser “algo”; algo prescindible, un juguete con el que matar el aburrimiento para luego abandonarlo por uno más nuevo. Debí imaginarlo cuando te vi tirando con indiferencia aquella muñeca que siempre te acompañó en tu solitaria infancia. “¿No te da pena tirarla? Siempre me has contado que fue tu única amiga cuando eras pequeña”… Tu respuesta suena ahora tan contundente: “Renovarse o morir”. A mí también me dijiste siempre que yo era el amor de tu vida… Y ahora probablemente tú estás a milímetros de renovarte… y yo a escasos minutos de morir.
Estoy a punto de saltar al vacío, como lo hizo aquel niño tímido, de gafas y pecas que pintaban su cara cuando te dijo por primera vez que fueses al cine con él, conmigo. ¿Sabes? Me estoy dando cuenta de que nuestra historia es de película, de esas de las que acaban mal, de las que nunca querías ver porque te hacían llorar y lo único que te consolaba era que yo estuviese ahí para secarte las lágrimas. No te preocupes si cuando te enteras de este final no estoy yo a tu lado para colocar cuidadosamente cada lágrima sobre un pañuelo; tranquila, le tienes a él. Solo una cosa te digo, si es que me estás escuchando… Ya sabes… siempre tuvimos algo parecido a la telepatía, o ¿también me mentías cuando decías “Te quiero” en el preciso instante en que yo pensaba lo mismo?... Bueno, lo que te quería contar era que si aquel niño tímido se hizo un hombre, fue por ti, y que si tiró sus gafas a la basura fue porque le bastaba ver el brillo de tus ojos de cerca, para saber que a lo lejos había un futuro prometedor y no necesitaba ver más. Ahora me doy cuenta de que además de ciego siempre fui gilipollas, y lo seré hasta la muerte, porque ¿sabes qué? A pesar de todo, te sigo queriendo.
Ya tengo los dos pies sobre el muro y cada imagen de mi vida pisoteando mis párpados a toda velocidad. No veo nada. Escucho pasos. Siento respiraciones cerca de mí. No, no puedo girar la cabeza, ahora no.
¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhhhhhhhhh!
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En eso pensaba mientras estaba ahí arriba, doctor… No estoy loco, sólo necesito pastillas para olvidarla. Espero que existan… sino, prefiero dejar de existir yo.
Canción de la semana: “Los Siete Pecados” (Luis Ramiro)… “Pereza es tener que rezar cuando solamente creo en la cruz de tus brazos. Ira es esa cosa que tiene tu padre porque sabe que no soy tu príncipe encantado…”