He dejado atrás una casa de lagartijas. No sé cuánto pagan de hipoteca, pero supongo que la tienen bien repartida; cuando entraba una, salía otra, y entraba otra, y salía una, y luego entraba otra. También me he dado cuenta de que el río se divide en dos caminos en varios puntos de su recorrido, y de que en esas ocasiones, siempre hay un puente arriba que le pone barrotes a la elección. Los humanos a veces nos empeñamos en construir cárceles sobre la naturaleza, ¿no crees? Supongo que por eso, junto a la última bifurcación, había una pintada sobre una pared en la que Goofy pedía “libertad de expresión”. Tiene gracia... ¿sabes lo que significa goofy en inglés? Es algo así como “gracioso”, “absurdo”... ¡Qué ironía! Y ahora estoy aquí, en un hueco que he encontrado frente a la orilla del río. El agua pasa y atraviesa un puente sin barrotes, con un arco que se parece a tu sonrisa si le das la vuelta; de orilla a orilla, de oreja a oreja. Estoy dando la espalda a la gente que se pasea por la Alameda y a todas las margaritas que podría deshojar si me parase a pensar en el porqué de que no hayas contestado a mi mensaje. (Cuántas cosas en mi vida cambiaría, cuánto mal que te ahorraría si pudiera amor, loco de atar por ti... si tú quisieras...). Voy a seguir; estoy empezando a sentir que me pican los bichos y si continuo aquí mucho tiempo, se me van a caer encima los árboles que, detrás de mí, parecen hacerle reverencias al paseo. Son grandes. Me dan miedo. Lo grande siempre me ha venido grande.
Hay tanta gente que se pasea acompañada... no te voy a negar que me encantaría que fueses de safari a la ciudad conmigo, pero... ¿tan malo es pasearse sola, que soy la única que parece hacerlo? Hasta llegar al punto exacto en el que estoy ahora mismo, en diagonal casi perpendicular con la cruz más alta de las torres del Alcázar, no he encontrado a ningún solitario paseando. Ayer leí una entrevista en la que una fotógrafa famosa decía que su inspiración son las chicas solitarias. Para mí, tú eres mi sola inspiración... pero yo podría ser la suya. ¡qué lío!... ¡Por fin! Acabo de ver a un hombre mayor paseando solo. ¡Qué ilusión! Eso me recuerda que hace un momento he visto, mientras en el lado opuesto un señor pescaba truchas (yo creo que eran truchas, a la gente le gusta pescar truchas), a dos ancianos de la generación del 27 por lo menos, sentados en un banco, muy juntos, mirando al monasterio. He imaginado que podrían ser dos admiradores de Lorca y Cernuda, esperando a que Dios les abra la puerta.¿Te imaginas? Hoy es un día perfecto para la poesía, aunque la gente se empeñe en pasearlo de puntillas, o en dejar que sus perros tiren de ellos. Sólo los muchos corredores que se alternan por mi izquierda y mi derecha parecen haberse dado cuenta; ellos sí, van midiendo su paso como se miden las sílabas de cada verso que compone un soneto.
Una niña se acaba de quedar mirándome fijamente mientras paseaba con sus padres. Seguro que ella entendería mucho mejor que ellos qué hago aquí, tirada en el césped, escribiendo; pero no se lo voy a explicar. De pronto otra niña me mira. Ni la primera ni la segunda parecen pedir explicaciones con la mirada y si las sonrío les entra vergüenza y se van. Yo también lo hago; queda mucho viaje y el sol ya tiene ganas de jugar al escondite.
Espero que a ningún conductor se le vaya el volante hacia la derecha. Por si acaso, me he colocado justo al lado de una farola; si se tiene que llevar a alguien por delante, que sea a ella primero. Nunca me han gustado los cuerpos estáticos. También por si acaso, me he colocado a cien metros de una de esas señales que limita la velocidad que siempre sobrepasamos. Llevo un minuto sentada, y en cincuenta segundos me han rozado tres niños y he escuchado al menos a cinco personas quejarse de unas escaleras que, si bajan ahora, tendrán que subir luego. Si fuese sociable les aconsejaría que las bajasen; yo las acabo de subir y para llegar hasta ellas he pasado por Nunca Jamás... Así que eso era... Nunca fui cuando tuve la edad de ir; yo tenía mi Nunca Jamás particular en algún lugar donde permanece intacto. Nunca quise saber qué era quedar a las nueve de la noche para helarse de frío al lado del río compartiendo unas litronas. Nunca me pareció el mejor lugar para empezar una de esas relaciones que aguantan lo que tres cubos de hielo en un vaso de tubo. Supongo que siempre he sido algo rara. Ha sido una forma diferente de oler la humedad que venía oliendo desde la parada anterior; las plantas sudan tanto o más que las hormonas. También ha sido curioso ver que sigue ahí, para los nuevos niños perdidos; aunque más curioso ha sido reconocer a lo lejos a uno de esos niños de mi generación, que justo ahora, me ha reconocido a mí.
- Qué haces? ¿Pintas?
- No, escribir...
- Yo me voy a comprar bebida.
Se va, y ahora alguien pronuncia tu nombre; pista suficientemente fiable para saber que no es a ti a quien llama. Sin embargo, se hace inevitable no levantar la vista... por si acaso. Efectivamente, ni eres tú, ni yo te voy a esperar aquí. Encontrarte en este lugar sería encontrarte demasiado cerca del huerto que he dejado a un lado mientras me cruzaba con el cura del barrio, que si espera que me cure, lo lleva claro. Esto no tiene cura. Y yo no te quiero llevar allí, para eso está el resto. Ya sabes, soy rara.
Son las ocho y nueve, y diez o más son las parejas que he esquivado para llegar hasta aquí. Creo que esta hora es la mejor para besarse, porque es lo único que he visto, aparte de tripas haciendo de trípode para los turistas a los que acaban de cerrar el Alcázar. Besos en medio de la calle, besos junto a la muralla, besos sobre la muralla... menos mal que me he dado cuenta de que había una pareja, porque he estado a punto de parara donde parar era imposible. Y no quiero sentir que tengo cara de prohibido, pese al gesto horizontal de mis labios porque no das señales. No, hoy tampoco estoy de humor. El sol está a punto de ser uno de esos espectadores que observan la ciudad desde la torre más alta; al menos no tendrá que subir las fatigosas escaleras de caracol. ¿Tendrá vértigo?
He estado al lado de unos árboles tan inclinados como la torre de Pisa, que parecía que iban a caer sobre mí, aplastándome; me he sentido como una hormiga frente a la inmensidad del Alcázar; me he sentado sobre unas escaleras empinadas con las que he tropezado al ponerme en pie y he permanecido a escasos metros de una carretera; me he apoyado sobre la muralla... y ahora, sólo ahora, sobre la superficie más estable, sobre uno de los bancos de la Plaza Mayor, es donde más peligro siento. Las terrazas están repletas de gente, los niños corren de la mesa donde sus padres toman algo al kiosko central. Los hay que atraviesan la plaza como si cruzasen la pasarela Cibeles, y otros que la recorren con prisa y mirada perdida. De vez en cuando, el sonido del motor de un coche se eleva por encima del murmullo general. Un niño me acaba de recordar que no hace mucho era yo quien jugaba al fútbol utilizando los árboles del centro de la plaza de porterías... aunque yo nunca tuve un balón rojo. Me da miedo ver sentada lo rápido que pasa el tiempo y la poca prisa que me doy en conseguir ser una de las muchas parejas que sube o baja la calle Daoiz. Como decían en Amelie, no son buenos tiempos para los soñadores... y, además, es una hora mala para los solitarios; solo hay familias o parejas. En esta esquina, a escasos metros de San Frutos, me veo incapaz de imitarlo y pasar página contigo. Yo quiero subir y bajar la calle Daoiz a tu lado, con ese viento que siempre la recorre, soplando a nuestro favor. Me voy de aquí. Mis temores se han confirmado; en la otra parte del banco, una mujer, su marido y su hijo, se acaban de sentar y, aparte de no parar de discutir, deben de estar cenando hamburguesas.. Huele a fritanga que tira para atrás... o para adelante. Sigo.
Era predecible, ¿no? Yo no te quiero llevar al huerto. A mí me gustaría traerte aquí y decirte que te quiero. Y abrazarnos. Dejar de sentir que la mujer muerta se mira al espejo y me encuentra ahí, en la almena, inerte y mirando hacia abajo. Yo quiero mirar con tus ojos hacia abajo; enseñarte lo pequeñito que se ve el mundo apoyada en esta piedra. Las fieras del Safari que pueden andar sueltas por la calle Real (siempre me pregunto cuánto tiene de real y cuánto de irreal... todas esas personas en los días como hoy... ¿cuántos son de verdad?) parecen hormigas desde este lugar; algo así como yo frente al Alcázar hace una hora y media.
Las farolas van tiñendo la ciudad y las luces de todos los coches, menos las de los despistados, van iluminando los espacios que quedan sin cubrir. Acabo de escuchar a una mujer explicarle a alguien lo pequeñito que es el canal por el que corría el agua. Hoy todo el mundo se fija en el canal, es curioso. Supongo que, entonces, lo pequeño también puede transportar grandes cosas. El agua, al fin y al cabo, es vida. ¿Cuánta agua crees que le puede quedar a cada uno de esos viejecitos que acabo de ver, justo antes de llegar hasta aquí, saliendo del Centro de Mayores? Me ha parecido que salían, como yo, de Safari a la ciudad... Ya me voy a casa... Quiero que me lo bailes... El agua, digo... la vida, que es lo mismo...
Si supiese hacer aviones de papel, tiraría ahora mismo uno... ¡Salta, valiente!
Canción de la semana: “No debí” (Tiza)
“No debí sobrevivir cada pausa de noticias, ¿qué esperabas tú de mí? Adorando las reliquias sin sentido, los recuerdos nunca son si no son compartidos... No debí disimular una vez que descubrí que no me quería marchar, que quería estar ahí...”