Los nervios reaccionan y te advierten; ya no puedes esconderte. Tienes que ir al baño. Y entonces te toca ser valiente y salir al pasillo interminable que horas antes has recorrido arrastrando lo menos posible la maleta. Para no hacer ruido. Para no molestar. Para no despertar a las bestias. Ya te han contado que te tienen ganas, que las novedades están de subasta, que por la timidez más extrema el precio es una carcajada; por la inocencia, dos; y por la prepotencia, la ignorancia y la indiferencia, que al final resultan ser más caras que cualquier tipo de mofa a la cara. Te tiembla la mano al pasarla por el pomo. Bajas el brazo. Se oye el chirrido. Ya no hay marcha atrás...
Los últimos días, la habitación empieza a helarse, preparándose para otro primer día de alguien que no vas a ser tú. Intuye que te vas y que ni siquiera vas a dejar los recuerdos, porque esos te los llevas para siempre, contigo, en un bolsillo bien escondido de la piel; para que ni las heridas más profundas puedan abrirlo en el futuro. La cama ya se ha acostumbrado a tu peso, pero sobre todo a la suma de los pesos acumulados durante las tardes y noches de películas o confidencias, y los muelles tiritan de miedo al pensar en tener que aprender a pesar otros cuerpos. El corcho te pide a gritos que vuelvas en otoño para vestirlo, cuando el calor ya no sirva de excusa para tenerlo desnudo. Pide tizas permanentes y se pregunta qué va a ser de él sin ese estampado de caras que poco a poco, día a día, se han ido convirtiendo en su vida, en tu vida, en la vida que ha habitado ese cuarto y lo ha llenado de calor a lo largo de estos años; llegando, quedándose, a veces un poco más y otras menos, marchándose, pero siempre regresando, de una u otra manera. La estantería permanece estática, pasa de música y no te echa en cara haber tenido las baldas más raras de la residencia. Sin embargo, y en un semisusurro, se pregunta si con un poco de suerte te olvidarás alguno de tus discos con todas esas canciones tristes de las que la has ido llenando durante este tiempo y que le servirían para asimilar la despedida, o alguno de tus utensilios de pinta y colorea con los que hoy escribes este texto. Pero tú también los necesitas. El espejo del lavabo se enfada y te devuelve un reflejo opaco. El armario se encierra en sí mismo y se niega a salir contigo para prestarte su ropa de abrigo; le estás volviendo a dejar frío y vacío. Y la silla de despacho... a esa la despachaste tú, pero nunca podrás olvidar que gracias a ella siempre hubo espacio para uno más cuando lo necesitaste, y que siempre, siempre, siempre, en esos casos, fue ocupada.
Escuchas conversaciones al otro lado de la puerta; eres consciente de que dentro de unos días, una vez que cruces la frontera entre habitación y pasillo con una maleta, no va a haber ruido o silencio que tape a esas voces despidiéndote. Y te tocará ser valiente otra vez. Entonar por última vez un “vivo en la habitación 124”. Volver a cruzar la puerta. Avanzar; porque como descubriste aquel primer día, es el progreso quien mueve la Historia... tus historias. Gracias por haber sido mi progreso.
Disco de la semana: Trapecista (Marwan)
Canción: Ángeles.... “Lo fácil sería desquererse, pero ¿quién rebobina este cuento? Difícil mirarte a la cara mientras doy pedales contra tu recuerdo”.