Comencé a mirarte a los ojos y comprobé que tenías las pupilas tan dilatadas que no te importaba demasiado hacia dónde dirigirte. A ti te enamoraban cada una de las personas de este extraño mundo en el que 100 kilómetros más allá, es decir, aquí, pese a la cercanía, la distancia en posturas era- y un lustro después sigue siendo- abismal. Comprobé que tú eras diferente. A veces te fijabas en mí o en cualquier chica como yo; otras descubrías a un chico con carpeta y a veces te conquistaba uno con careta; unas te pinchaban el corazón por los pelos de colores y otras no había color, únicamente el negro, que te pintase las ganas de ser protagonista de un romance gótico, de esos en los que todo es mucho más humano que divino. Muchas tardes te ponías al mundo por montera y nunca te importaba hacer sonar de fondo una zarzuela de Chueca mientras lograbas sacar de tu pretendiente una sonrisa que, a veces era desdentada y otras era de anuncio; como los anuncios de las muchas pegatinas que adornan tu cuerpo. Eras, comenzabas a ser, increíble.
Me has enseñado lecciones de vida y vidas que jamás habría aprendido aquí, o que me habría costado mucho asimilar. Me has condenado al olvido prejuicios y has conseguido que, a veces, me sienta parte de la poesía del hombre que regala prólogos a miles y miles de libros, y otras, nota de los silencios miméticos de tu centro. Me has agobiado con tus prisas y me has tranquilizado con cada una de las sonrisas desconocidas que me ha oxigenado cada paso solitario que he dado al recorrerte. Me has dado cuerdas de guitarra de las que tirar si mis días desafinan y, generalizando, en ti he encontrado parte de una familia en la que no existe un mismo acento y sí un mismo idioma: el tuyo. El que nos has enseñado y que ha conseguido que, después de cinco años, una parte de mí se quede contigo y una parte de ti se venga conmigo. Gracias, Madrid.
Disco de la semana: Balance (Tiza)
Canción: “Estupibilidad” (con Lantana)