A nadie le dan a elegir, así que dudo que alguno tenga el de la buena suerte. El mío ni siquiera tiene un 7 entre las tres cifras. Ya es mala suerte. Seguro. Estar aquí ya es mala suerte. Resulta irónico; tanto tiempo bromeando con esta situación y aquí estoy, esperando a demandar no sé muy bien el qué. El cartel diplomático y burocrático de la maquinita decía “si quiere realizar una demanda, pulse aquí”, en el botón de la A. Y he pulsado; de la A a la F es la opción que más me ha convencido, pero últimamente no se me da bien elegir, así que quizás cuando llegue a la mesa me manden a otro lugar. No sería la primera vez.
Quedan nueve números para que me toque a mí y cuarenta minutos para que cierren. Llevo unos días deseando que el tiempo pase a toda velocidad, y ahora, de repente, quiero que se pare y que me llegue el turno. No quiero tener que volver mañana. Para una persona que ha estudiado en un colegio concertado, pasado sus tres últimos años de instituto en una American High School y vivido en pleno corazón de Europa; que accedió a la universidad más prestigiosa de Madrid en periodismo con un 7,9 de nota y que ha cumplido cada puto año aprobando en junio con una media de notable, y que, además, tiene títulos de inglés y francés de esos que todo el mundo aspira a tener, la situación es, no deprimente, pero sí desconcertante. ¿Qué hago sentada al lado de un tipo que apesta a alcohol y que ha olvidado abrocharse los cuatro botones de arriba de su blanca, pero sucia, camisa? ¿Quién me ha engañado? ¿Quién se lleva riendo de mí 23 años? Yo ya tengo mi diplomita, o, al menos, el resguardo donde dice bien claro que he pagado el dinero que reconoce que he superado la prueba. Debería pasar a la siguiente. Esto sí ha sido dinero negro; menuda estafa...
Aquí nadie habla. Es otra sala de espera más llena de enfermos, pero aquí nadie le cuenta sus males al de al lado. Y a mí me gustaría dejar de contármelos a mí misma. Mire usted, yo una vez fui buena, muy buena, de las mejores jugando al fútbol. Pude haberme ido a Estados Unidos a estudiar la carrera mientras jugaba para un equipo. Allí las chicas juegan al fútbol, ¿sabe? Y ofrecen la posibilidad de compaginarlo todo. Yo quise. Estaba decidida a irme. Sabía que era buena. Quería irme. Pero para llegar allí había que cruzar un charco que no se puede saltar con botas katiuskas en los días de lluvia. “Tú haces tu carrera en España y cuando termines, ya harás un master si quieres”. Ahora ni quiero, ni me quieren. Me quiero quedar aquí, en España, en Segovia. No, no me duele demasiado; ya ni siquiera soy de las mejores. Un día también me ofrecieron trabajo. Fue hace un año y medio, pero ¿sabe? Había que terminar la carrera. Había que conseguir el diploma. Esto funciona así... o eso nos hacen creer. Pero no soy médico. No hay colegio ni hay leyes, solo la del más fuerte y la de la suerte. Y de momento lo único que me queda claro es que soy frágil; así, como la colección de obras que se exponen en el Esteban Vicente, como la canción de Lantana, como la frase de Rebeca... Eso y que la buena suerte se me agotó hace meses. Las malas rachas, como las buenas, siempre son largas, y desde principios de julio la mía parece eterna...
La dependienta de la papelería donde he comprado un bic negro y otro azul ha parecido adivinar mi día amargo y me lo ha intentado endulzar ofreciéndome una bandeja con galletas. He cogido una Oreo, pero la he comido sin ganas mientras leía un mensaje sobre la pared de un edificio por el que me obligo a pasar cada mañana desde lo vi. Empiezo a pensar que alguien lo escribió para mí... No es normal. Cuando te fuiste hace tres meses, descubrí uno en un rincón del metro en el que ponía exactamente lo mismo... Ya ves, cosas de la vida... Hoy voy a pasar dos veces. Te tengo que cantar el “mira qué antigüita soy”... seguro que lo celebras por ahí arriba, ¿verdad? Felicidades.
Disco de la semana: Retales de Carnaval (Nena Daconte)