
Lo pienso y me resulta curioso darme cuenta de cómo ha cambiado la manera de volar hasta París. Han pasado más cosas que tiempo desde entonces, pero antes me bastaba un mensaje para elevarme por encima de la Torre Eiffel y hacer que el vuelo durase hasta la noche siguiente, por lo que no era necesario ni aterrizar, y ahora... ahora he tenido que gastar todo el dinero que, aunque no te lo creas, ahorré en miles de otros mensajes que quizás escribí pero nunca te envié, para comprar un billete; un papel sacado de Internet. Ni siquiera es un billete de verdad. Otra vértebra rota a los románticos. Pocas nos quedan para morir.
Si te soy sincera, creo que es de las pocas veces que llevo la esperanza en el equipaje de mano. Por mucho que tenga que ver contigo, por mucho que esté convencida de que existió un misterio central, en esta ocasión pesa tan poco siendo tan sólida que me dejarán subirla al avión. Puedo consolarme pensando que siempre es mejor poco que nada, y que, sin nada valioso dentro, la maleta seguirá su curso entre la mediocridad. Así la recuperaré sin problemas mientras espero, junto a tantas y tantas miradas perdidas, a que la cinta transportadora compense mi infinita paciencia. En ese momento ya habré llegado a París, sonará de fondo La Valse d'Amélie y habré empezado a recordar que mi única culpa es no haber sido lo bastante combustible para que a ella se le calentaran a gusto las manos y los pies. Sin poder evitarlo me seguiré preguntando hasta dónde habrá llegado el resto para serlo.
Canción de la semana: “Una vez más” (Los Galván)